Una cordillera incompleta

En 2022 se creó el Festival Cordillera, un evento musical masivo enfocado en los sonidos latinoamericanos y en el extenso cancionero del rock en español de las últimas décadas. La premisa ha sido darle un lugar a la identidad latinoamericana, representarla a cabalidad, darle por fin un lugar. ¿Pero realmente es así? ¿Hay, desde la curaduría, un rigor en dicho objetivo, o no es más que retórica exotista?

 

Por William Martínez

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Septiembre 21 2023
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Contemplamos una cordillera que carece de los picos y los valles necesarios para pintar el fresco completo de la belleza latinoamericana. Contemplamos una celebración musical de las identidades latinas a la que no son invitados los países andinos (Bolivia, Perú y Ecuador) ni las naciones centroamericanas (ubicando a República Dominicana y Puerto Rico en el Caribe), tampoco Brasil y Paraguay, tampoco los músicos que reivindican las sensibilidades indígenas, afrodescendientes y queer, y a la que solo tienen acceso unas cuantas mujeres. Seis artistas mujeres en un cartel de 42. 

Así como una cordillera incompleta nos privaría de la riqueza y la diversidad natural que define a Latinoamérica, este festival sesgado hacia el pop rock retro consentido por la industria discográfica nos deja con un vacío que priva de la riqueza y la diversidad sonora que ha evolucionado en nuestra región.  

 

La idea del Festival Cordillera surgió durante la pandemia del covid-19, cuando Ocesa y Páramo Presenta decidieron unir esfuerzos para crear un festival de música latinoamericana que conectara la pluralidad de la región, como lo hace geográficamente la cordillera de los Andes. Sergio Pabón, director del evento, dijo en su lanzamiento que la apuesta era ensamblar una representación completa de los sonidos latinos, destinada a convertirse en un ícono del continente para un público de todas las edades.

El Cordillera no solo se enunció como un festival meramente musical, sino como un espacio para reivindicar las identidades latinas. El director del evento, según contó en una entrevista a Colombia Visible, cree que los habitantes de la región estamos unidos por el baile, la celebración, el fútbol y la protesta. En otras palabras, exotismo, pureza, calentura, revolución: los rasgos que algunas facultades universitarias y turistas del Primer Mundo esperan de Latinoamérica. Los mismos clichés por los que miles de estadounidenses y europeos desembarcan cada año en estas tierras.  

En su primera edición, realizada en septiembre de 2022 en el Parque Simón Bolívar de Bogotá, presentó un cartel protagonizado por Aterciopelados, Maná, Caifanes, Los Fabulosos Cadillacs, Café Tacvba, Los Auténticos Decadentes y Molotov, bandas que en los años noventa construyeron la definición del rock latino y cuyo rasgo común fue mezclar la canción popular latinoamericana con pop y rock, desprendiendo a veces un aire carnavalero, otras veces melancólico y usualmente comprometido con las causas sociales. Sus letras pueden ser pequeñas autopsias de la ruptura amorosa, pero también cantos más o menos contestatarios, que rechazan la ética colonial, rescatan el valor de los pueblos originarios y denuncian la desigualdad. 

Los organizadores del Cordillera aprovecharon el hueco que dejó en el mercado la desaparición del Jamming Festival y del Cosquín Rock Colombia y montaron una previsible vitrina latina que arrojó buenos números en su primera edición, en la que más de 60.000 personas se reunieron en dos jornadas para corear himnos que atravesaron su juventud. Este año la fórmula se repite. Grandes marcas del rock latino como Andrés Calamaro, Juanes y Café Tacvba son cabezas de cartel, incorporando esta vez más artistas de pop electrónico, reggae y cumbia. 

Aunque el Cordillera nos invita en sus discursos promocionales a unirnos alrededor del fuego de la música latina, recorriendo montañas y el Caribe de punta a punta, al parecer ese fuego solo arde en Colombia, Argentina y México, países que ponen más de la mitad de los artistas del cartel. Es posible que estos sesgos musicales y de países de origen reflejen las preferencias del público objetivo del festival y la disponibilidad de los artistas, pero también es posible que esa fijación aumente la invisibilidad de otros ritmos y países representativos de la región.

El acto de relegar a los países andinos, donde la población indígena es mayor que en otras naciones, equivale a negar al público la oportunidad de profundizar en la música andina, una de las expresiones culturales más antiguas y arraigadas del continente. Un sonido que, en sus albores, se escuchaba en las prácticas espirituales de los indígenas incas y que ha sido un recordatorio constante para los latinos sobre la trascendencia de las culturas milenarias en la construcción de sus identidades nacionales. En su versión más contemporánea, ha evolucionado hacia la fusión andina, que amalgama elementos tradicionales con jazz y rock; es un subgénero que perfectamente podría encajar en la curaduría del Cordillera. 

 

Las imponentes cumbres que esta cordillera representa impiden ver las praderas anómalas, países como Brasil y Paraguay, que son tan distintos al resto de la región. El Cordillera parece haber seguido el patrón de otros festivales musicales latinos, como el mexicano Vive Latino y el argentino Cosquín Rock, que suelen ignorar estas diferencias. Tuvo la oportunidad de desafiar el canon establecido, pudo resucitar a los otros de la historia, pero ha optado por perpetuar el olvido. 

Brasil es un monstruo de 8,5 millones de kilómetros cuadrados y 210 millones de personas, el país latinoamericano más extenso y más poblado. No solo lo hace distinto su lengua, sino su historia y su cultura, como señala el cronista Martín Caparrós en su libro Ñamérica (Random House, 2021). Aunque sus relaciones más visibles con el resto de la región pasan por la economía y la geopolítica, su impacto musical es trascendental. 

Sin Brasil no se puede contar el influjo de la música de raíces africanas en Latinoamérica. Los esclavos de África que llegaron a ese país desde 1538 hasta mediados del siglo XIX trajeron instrumentos autóctonos, bailes propios y tradiciones musicales que derivaron en el nacimiento de la samba, cuyas notas impregnadas de melancolía después fueron retomadas por el bossa nova y la Música Popular Brasileña. ¿No podrían sus grandes referentes –Chico Buarque, Caetano Veloso y otros más– encabezar un cartel junto a artistas como Calamaro y Café Tacuba? Sus rupturas estéticas y su impacto global responden la pregunta. 

La otra isla es Paraguay, cuya lengua oficial, el guaraní, es hablada por cerca de 7 millones de personas. ¿Qué tanto conocemos de las músicas de resistencia que narran las secuelas de la dictadura militar más larga de Sudamérica, la que comandó Alfredo Stroessner entre 1954 y 1989? Muchos de los artistas disidentes emigraron a Brasil y a Argentina, pero no los tenemos en el mapa. Agrupaciones como Salamandra, cuyo folk rock ha tenido una acogida importante en su país y también en Argentina y México, y EEEKS, cuyo álbum Pet City (2017) ha sido considerado un hito en el indie paraguayo, podrían cazar con las aspiraciones del festival. 

La tendencia curatorial del Cordillera indica que el festival podría quedarse atrapado en un bucle de nostalgia. La nostalgia del rock noventero. ¿Cómo podría dar un salto de riesgo sin erosionar su espíritu? Javier Rodríguez-Camacho, autor de Testigos del fin del mundo (Rey Naranjo Editores, 2022), un libro que reúne decenas de reseñas de discos iberoamericanos publicados entre 2010 y 2020, me dice que quizás el festival podría renovarse poniendo la mirada en las músicas raizales y autóctonas y en cierta movida contemporánea. 

–Creo que hace falta electrónica. La inclusión de este género no solo permite abrirse a otros sonidos, sino a otros discursos y estéticas, porque es especialmente ejecutado por mujeres, personas trans, migrantes y minorías en general. En el caso de Colombia quizás no tanto, pero en Argentina y México sí. Los sellos Hiedrah y Agva, por ejemplo, están fusionado con éxito ritmos raizales con electrónica en Argentina, mientras que el sello mexicano NAAFI (influenciado por el drum and bass, el house sudafricano y el folclor latino) ha editado a artistas como Tayhana, una DJ que fue la productora de Motomami de Rosalía. Podría haber apuestas como estas que no estén guiadas estrictamente por la rentabilidad del negocio.

 

El Cordillera tiene el potencial de formar públicos al erigirse como el gran festival de música latina en el país, pero finalmente, como empresa privada, no tiene el deber de hacerlo. Quizás haya que voltear la mirada entonces hacia Rock al Parque, el festival gratuito de este género más grande de Latinoamérica y uno de los responsables de que Bogotá se transformara en una parada obligada para los artistas latinos a finales de los años noventa y principios de 2000. 

–Con la existencia del Cordillera, Rock al Parque no puede seguir programando de la misma manera –opina Javier Rodríguez-Camacho–. Una opción puede ser buscar artistas de países latinos subrepresentados o de géneros emergentes que no podrían llegar a Colombia de otra manera.

Este profesor e investigador enfocado en las industrias culturales y creativas de origen boliviano que hoy reside en Bogotá soporta su opinión en un hecho: los contratos que firman los artistas con los organizadores tienen cláusulas geográficas, lo cual significa que una agrupación internacional que toque en el Cordillera no podrá volver a tocar en la ciudad en varios meses. 

 

En este contexto, algunas voces lanzan un cuestionamiento: ¿la consolidación de este festival forjará un nueva forma de exclusión, dejando a la gente con menos plata fuera del alcance de sus músicos favoritos? ¿Reviviremos el fiestón de aquel Rock al Parque de 2019, que atrajo a más de 150.000 personas con rock latino vieja guardia (Fito Páez, Juanes,  Los Amigos Invisibles y Babasónicos), o estos artistas encontrararán su lugar en el Cordillera, donde las entradas para dos días se cotizan a partir de 500.000 pesos? 

 

En 2022, Rock al Parque confirmó las señales de que se dirige hacia un nuevo rumbo. Pasó de los nombres estruendosos tradicionales a una selección con más artistas emergentes. Si bien el metal, el hardcore y el punk siguen ocupando un lugar protagónico en el cartel, el festival mostró más cumbia, afrofuturismo, electrónica y pop. Este quiebre curatorial desató una vez más una oleada de críticas en la orilla de los rockeros más puristas, pero fue bien recibido por aquellos que buscaban explorar sonidos más experimentales, contemporáneos. La gran pregunta que se abre es si el festival continuará por la misma senda este año. Busqué a Idartes para conocer detalles sobre el cartel, pero en su respuesta no reveló las cartas. 

 Hace un par de semanas, el Festival Cordillera cerró una convocatoria para artistas plásticos y visuales residentes en Colombia. La idea era que ellos, a través de una obra, cuestionaran cómo se están representando y reivindicando las identidades latinoamericanas. Los diez ganadores recibirán como premio la exhibición de su pieza en formato físico en SGR Galerías, también en la página web del festival, entradas de cortesía y estímulos económicos. Al alentar a los artistas a reflexionar sobre las identidades latinas, el Cordillera pone un espejo ante sí mismo, uno que revela la distancia entre la ambición de sus objetivos y las decisiones de su programación. Quizás la pregunta sobre la latinidad que lanzan hacia afuera debería ser formulada primero por dentro. 

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